jueves

La que sale a bailar


La grasa de las hamburguesas que cocinaba le dejaba la frente brillante y las manos angustiosamente pegajosas. En el mismo restaurante, intentaba lavarse, pero todo allí parecía rezumar la misma sustancia aceitosa. Acabó el turno y se escurrió entre las sombras que rodeaban el local, iluminado con luz blanca, como de hospital. 
Llevaba unos aros plateados enormes, media melena y ropa muy oscura. Entró en un bloque muy próximo al polígono de donde salía. Cruzó el salón, sus padres miraban la tele.
Entró en la ducha, desesperadamente. El agua le mojó primero la nuca, luego le resbaló por la espalda y mojó su cuerpo pequeño, amarillento y delgado. Hundió las uñas en la maraña de su pelo negro y ladeó la cabeza hacia atrás, para que, por fin, entrara en contacto con el agua. Y lentamente, mojó su cara. Esa lluvia artificial, constante, se lo llevó todo por el desagüe. 
Inició su ritual: se secó el cuerpo y lo embutió en un vestido, de lentejuelas, azul, corto y de tirantes finos. Luego, unas medias, rodilleras y de negro opaco y unos tacones de sandalia, plateados. 
Quitó el exceso de maquillaje corrido y negro de sus ojos y se pintó los labios también de un color oscuro.
El viento de media noche le acariciaba los muslos, se abrigó con su engorrosa chaqueta y subió al autobús. Recibió alguna que otra mirada de desdén, pero a ella parecía no importarle. Mientras, apoyaba su cabecita en una de las barras metálicas, con los ojos en ninguna parte, con la mirada muerta.
Bajó desesperada, escudriñando el horizonte. Y a cien metros de la sala sintió el latido de la discoteca, el cartel parpadeaba y sus letras de neón se retorcían sobre la puerta. 
Entró y la música se la llevó dentro. La música, el ritmo, le latían en el pecho, en las sienes. Luchó para meterse entre la multitud y su cuerpo blanquecino se deshizo bajo las luces. Su columna se relajó y cerró los ojos. Se dejó llevar. Y el sonido le hizo bailar. Entre toda la gente, ella, desapareció. Las lentejuelas se reflejaban en sus brazos y el pelo todavía se secaba creando pequeños rizos. La piel de sus omóplatos lucía como la piel más dulce y suave del mundo. Y alzó los brazos, los alzó y se contorneó bajo ellos, hasta que tuvo que saltar. Y como un terrón de azúcar se disolvió en la masa y sola, sonrió.

3 comentarios:

  1. Que imagen chica! no dejes de escribir así y actualiza!! :)

    Un abrazo!

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  2. muchas gracias por tu comentario (otra vez más).
    tienes un blog precioso y describes cosas de una manera muy cinematográfica. me gusta mucho.

    x

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  3. Ala! Que visual!! Qui ho llegeix surt a ballar!

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